
Con ella todo tuvo sentido. Un abrazo que duró toda la caminata a la Avenida Constitución. Sus pies nunca tocaron el piso. Yo la cargaba y ni si quiera lo supimos. Me dirigía solo por el sonido de los claxons de los conductores desesperados que cruzan esa calle tres veces al día.
Con ella ahora parece que los miércoles se pueden saltar. Que no existen los parciales. Ahora solo existen los momentos en que la miro. Lo que pasa en el exterior es lo que enreda nuestros instantes.
Porque nuestras palabras se resbalan unas tras otras, sumando renglones a nuestras pupilas.
Me da ganas de hacer algo repentino, decir que amo a una chica que ni conozco. Invitarla a Bulgaria. O nadar de San Francisco a Australia. Perdernos entre Andrómeda. Arriesgar algo, una migaja, vender el carro y mudarnos a Buenos Aires. Subir el Monte Everest descalzos, abrir un bar en la Avenida Madero, ganar un Oscar, ganar el Balón de Oro. Ganar en cuartos en la Selección Mexicana. Forzar un juego 7 con un equipo de básquetbol de Puerto Rico. Aprender a surfear y ganarle al pelado brasileño por la medalla de oro. Grafitear el palacio gubernamental. Cruzar el Sahara patrocinado por North Face. Sobrevivir una pandemia…
Encontrar una cura de la depresión dominguense, evitar que mi lengua patine antes de que pronuncie la primera sílaba a una mujer.
Algo de cómo me habla me quita el miedo a caer, el miedo a cagarla en el penal decisivo de la final de fútbol de la escuela.
Algo de como camina balancea las dagas que caen sobre nuestras cabezas.
Ella evitó el fin del mundo en 2012.
Eugenio Gutiérrez, © 2024

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