
Él y ella aman la soledad en pares, escuchar sus propias voces, se cantan poemas y juntos solo existen sonrisas. Están arrumbados, en la playa, la única preocupación es el sol, cada veinte olas, se voltean a ver y se sonríen. Extienden el brazo lentamente, parece que son los descubridores de esta isla.
Ella lee un libro de Ken Follet, la brisa mueve su pelo, y la brisa le mueve el pareo. Él espera las brisas del viento, trata de leer, pero no puede, imposible desperdiciar tiempo en un libro de ventas cuando tienes a una modelo a diez centímetros. El bikini de ella es de una marca francesa complicada de pronunciar, de un color que no le enseñaron a él en la primaria, y cada vez que intenta decirlo ella lo corrige.
Cada par de minutos iban a caminar en paralelo a la costa, platicaban de sus sueños, él le decía que no tenía sueños, que el único era regresar a este momento, vivirlo eternamente, tener una foto en blanco, e imaginarse estos momentos. Ella veía todo en sus ojos, se inspiraba en cada uno de sus lunares, nunca le quería decir adiós. Se acordaban de los momentos cuando se conocieron, se acercaban el pie lentamente sin verse a los ojos.
Se pararon y voltearon hacia el océano, veían sus futuros brincar como ballenas, soñaban en ser padres, en partir su corazón en tres. Y se quedaron sentados justo donde pasan las olas, hasta que al sol le quedaban doce minutos.
De repente el sonido ambiental enmudeció, sólo había silencio, pánico les entraba a la mente cuando no podían escuchar la voz de cada uno, lo único que podían hacer era abrazarse. Sintieron el agua que tenían en los tobillos retraerse al océano, como si fuera Los Cabos, no querían comprender lo que estaba pasando, sentían escalofríos.
Entre abrazarse tan fuerte les regresó el sonido, y sólo escuchaban a sus lágrimas. Ella lloraba aterradoramente, él sabía que tenían dos minutos para decir adiós. Él trataba de ser fuerte, ¿pero cómo ver a los ojos a la muerte sin parpadear?
Él inició su última conversación, le decía que era lo mejor que le había pasado en su vida, que el sol queda corto, las estrellas la copian todas las noches, que amar es el mejor regalo que les dio Dios. Recordó cuando la conoció, una mujer tímida comiendo sola en Centrales.
Ella, después de quitarse lágrimas de los ojos, seguía la conversación diciendo que nada de lo que han vivido importa, le agarró las manos, le dijo que lo único que importaba era ese momento, tú y yo, tú y yo.
Escuchaban la ola acercándose, sin voltear, él le dijo: “Nunca vas a perder mi vista, ni mi sonrisa”. Ella asustada le contestó, “¿Crees en eso de vivir dos veces?” Él vio la ola a catorce segundos de quitarles la vida “Creo en eso del amor, creo en los encuentros cercanos, creo que en donde quedemos vamos a permanecer inseparables. Creo que nada en este universo puede separar el amor, ni una ola, ni un hoyo negro, ni una materia reprobada, en mi universo solo existe el balance cuando nuestras almas están cerca” Mientras les salía una sonrisa a los dos, finalmente voltearon hacia la ola enorme, se apretaban cada vez más fuerte la mano, instantes antes que la ola les rompiera en el rostro, se vieron a los ojos y era todo lo que necesitaban para no temer a lo que seguía.
Eugenio Gutiérrez, © 2023

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