
Quedé sentado en una barra, sin ruido externo, una bombilla sobre mí, la única cosa que creaba decibeles era mi pluma contra mi libreta. Afuera nevaba, las luces trataban de encender las calles.
Escribía toda mi vida en las páginas, me acordaba de todas las personas que llegaron a inspirarme, todas las historias que me cambiaron.
Sonaba “It ‘s been a long, long a time” de Harry James, las calles se hacían un poco más nostálgicas, me preguntaba por qué el fin del mundo tenía que ser en domingo. Tenía un presentimiento que la noche iba a durar más de lo que pensaba. Me veía en el espejo y cuestionaba todo lo que hemos experimentado, las trompetas explotaban sobre mis oídos, por un momento me quedé calmado, pensé que era una forma tan bella en que el mundo se acabara.
Me imaginaba a parejas de la época bailando esa canción, en un departamento, se sentía como nochebuena, bailaban con los ojos cerrados, en la cocina mientras que preparaban el pavo para las visitas, todos volteaban hacia la ventana chica de la esquina derecha de la cocina, a un lado del reloj de la abuela. Todos veían caer la nieve neoyorkina, las calles vacías, pero llenas de nostalgia en forma de agua congelada.
El fin del mundo, nochebuena, una tormenta de nieve, todo al mismo momento, salí de la tienda donde estaba sentado, me puse mi sombrero de la época, y seguí caminando, con la neblina bajando, mientras que escurría nieve, aunque el sol ya no volvería a salir, seguí caminando, con las trompetas en mis oídos, ya no me sentí solo. El camino de las calles se hizo un poco más claro por un momento, caminaba contra la corriente de la suerte. Esperando un futuro no muy lejano, con barras que no estén vacías, y con canciones que se puedan bailar con alguien más.
El jazz de ese domingo cerró la obra del mundo, de la historia de la fortuna, de la soledad, de las noches nubladas de inspiración, de las calles del norte llenas de focos para iluminar almas solitarias.
Eugenio Gutiérrez, © 2023

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